“Lujuria, era hermosa, muy hermosa, sus ojos claros contemplaban el mundo con una mezcla de lascivia y ternura que embriagaba a todo aquel que la miraba. Durante sus primeros años, cuando descubrió el sabor y el aroma de su sexo, sólo deseaba saciarlo y acumulaba orgasmos y placeres avarienta de noches imperecederas de madrugadas eternas.
Pero el tiempo que bullía inexorablemente a su alrededor la fue contaminando poco a poco. La ternura desapareció sigilosamente y dejó su hueco a la envidia por aquellas que tenían lo que ella no podía conseguir. Al ver los estragos que el reloj de la vida había ido tejiendo en su cuerpo su vanidad herida dejó que floreciera una incontrolada ira…”
Don Ramón, el párroco de la iglesia, acuciado por su gula, tenía ganas de terminar el sermón de todos los años, su irremediable pereza, alimentada por años de desidia, le impedía reescribir sus sermones que, por su monotonía y atonalidad, adormecían a los catecúmenos.
“…y Lujuria reconcomida por todos los pecados capitales, se escondió en su enorme habitación sin espejos se dejó morir lentamente horrorizada por la fealdad de su cuerpo, y ahora, su alma maldita arde para siempre a las puertas del Averno…”
En el último banco, ocultos por la semioscuridad del la pequeña iglesia, centelleaban los ojos del la niña de las trenzas doradas, mientras dejaba que un pecoso de pantalones cortos recorriera con torpeza su entrepierna.
( Echidna )
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