Sergio:
No tengo muy claro qué me empuja a escribirte, pero, sinceramente, lo necesito. Tal vez te sorprenda, sobre todo después de cómo me fui, de cómo la ira se reflejaba en mi mirada. O tal vez no te sorprenda porque realmente me llegaste a conocer.
Hace días que te vas y vienes a mi mente a tu antojo (si fuera al mío, no vendrías); hace días que veo parejas por la calle y, sin querer, generan en mí envidia. Hace días que no me soporto por pensar en ti.
Perezosa entre las sábanas te recuerdo al despertarme, recuerdo tu cuerpo caliente junto al mío, los roces “sin querer” que ambos nos propinábamos, intentando así despertar el deseo y la lujuria del otro.
Siempre lo conseguiste, te deseaba en todo momento. Deseaba todo de ti, sin querer olvidar ningún rincón de tu cuerpo, cual avaro frente a un cofre. Todo, todo para mí. Besarte era la mejor de las locuras, acariciarte e, incluso, comerte, porque sí. La gula era el peor de mis pecados, podría pasar horas comiéndote, lamiéndote y acariciándote.
Pero todo es efímero, y nosotros terminamos. Ahora me doy cuenta de cuánto te echo de menos, de cuanto te he amado y te amo.
A pesar de ello, mi orgullo y mi soberbia no me permiten mandarte esta carta, de modo que esperaré a que dejes de visitarme cada día para conseguir olvidarte.
Espero que no siempre tuya,
Ana.
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