De igual forma que se negocia con la propia dignidad o se vende la propia privacidad en programas televisivos de testimonio, el artista comercializa su pretendido talento a la vez que se degradan los rasgos que encumbraron su valía social. Hoy los objetos artísticos son sólo meros productos mercantiles más y su precio su verdadero valor. Aficionados al arte y filisteos, críticos y coleccionistas habitan el mismo ámbito, un ámbito levantado alrededor de la hoguera del mercado donde arden los antiguos ideales del arte y su proyecto utópico. Nada se puede hacer contra esta comercialización del espíritu que señala nuestra época, sentencia nuestro futuro y nos instala en una inmediatez materialista y banal.
El ingenio seriado de Warhol, la grandilocuencia efectista de Damien Hirst o Jeff Koons y el uso de la pornografía de tantos y tantos artistas son características del gusto por epatar y la intención, en el último arte, de un efectismo vacío de todo contenido. Un trayecto sin más destino que la búsqueda de la fama por la fama. De tales productos de consumo artístico se deduce el derrumbamiento de la Vanguardia artística y de este derrumbamiento surge la falta de proyecto, el esnobismo del "todo lo ultimo es bueno", la desorientación de los coleccionistas y la estupidez, rasgo fundamental de nuestra sociedad hiperinformada pero desprovista de criterios de análisis.
Opinar sobre arte sin saber y valorar positivamente la oferta museística o de las galerías sólo porque se proyecta allí es la constante de nuestro tiempo. Por un lado, este papanatismo revierte en una espiral que se retroalimenta y, por otro lado, el mercantilismo deviene en una psicosis social en el que los precios del arte crean la ilusión de su excelencia.
( Shakespeare )
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