Bienvenidos al Blog de las salas cajón desastre y aventura de vivir de Ozú. Desde hace tiempo nos rondaba por la mente la idea de tener un sitio de encuentro, una referencia más allá de nuestras salitas, un lugar sobre todo para compartir esos "pequeños momentos" de los que se compone cada día.

En este “cajón desastre” todo tiene cabida: fotografía, música, literatura, cine... pretendemos sobre todo aprender los unos de otros y entre todos crear algo diferente que nos sirva de complemento y entretenimiento.

Por eso os invitamos a que participéis con comentarios y sugerencias. Gracias de antemano a todos y ¡Bienvenidos!

jueves, 23 de septiembre de 2010

TARDE DE DOMINGO RARA ( Emile Zola )

La tinta recién impresa en el papel del periódico había manchado las yemas de mis dedos y yo, esclavo de una asombrosa torpeza, acababa de darme cuenta del asunto. A aquellas tempranas horas de la mañana mi camisa blanca de los domingos no distaba mucho del mono de un mecánico. La camarera, que deslizó su cadera junto al borde de mi mesa circular de mármol para rellenar la taza de café a una joven pareja, me sonrió con saña. Yo me encogí de hombros y me dirigí al baño para ver qué podía salvar de aquel estropicio.

Una hermosa mujer morena acababa de entrar en el local cuando tan solo llevaba recorrida la mitad del camino. Su preciosidad acaparó mis sentidos el tiempo suficiente para que estuviera a punto de arramblar con la puerta azul que custodiaba del aseo de caballeros, el cartel del hombre de esmoquin y sombrero incluido. Mierda, pensé. Vaya mañanita.

Me metí y presioné el blanco interruptor, trayendo una parpadeante luz amarilla hasta el interior del habitáculo. Las paredes estaban sucias y en la taza del váter quedaban restos testimoniales de anteriores usuarios. Me miré al espejo, nervioso. Mi camisa blanca ya no era blanca. Durante un lapso de tiempo del que yo no era consciente se había dibujado un extraño estampado negro por toda la zona de mi pecho y de mi vientre. Maldita sea, pensé. Eso ni con agua. Aún así, decidí probar suerte y giré la rosca del grifo. Éste escupió un poco de líquido entre extraños sonidos de ultratumba antes de dejar fluir un chorro con plena libertad. Mojé los dedos para intentar que saltase la maldita tinta negra. Con un poco de esfuerzo les hice recobrar su anaranjado color habitual.

Pero con la camisa no había manera. Enfrenté mis puños y restregué con saña la tela entre los nudillos, sin embargo los óvalos negros no solo continuaban ahí sino que incluso amenazaban con expandirse. Y la chica despampanante ahí fuera. Si tenía alguna opción de ligar con ella estas manchas acababan de exterminarla. Alguien llamó a la puerta. Ya voy, dije, en tono malhumorado.
En fin, debía resignarme a continuar siendo el mismo fracasado de siempre.

Al salir del baño el tipo bajo y con gafas que esperaba para pasar se me quedó mirando algo extrañado. Yo le hice un mal gesto al tiempo que tomaba el camino de vuelta a mi mesa. El periódico y la taza de café continuaban donde los había dejado. La hermosa mujer de melena oscura había adornado su rostro con unas gafas de montura azul. Al parecer también disfrutaba de la lectura de las noticias matinales entre la interminable sucesión de ruidos y voces desconocidas.

Me descubrí en varias ocasiones desviando la vista desde las planas hojas de mi periódico a las escandalosas curvas ocultas debajo de su jersey. Creo que ella debió notarlo porque me respondió haciendo lo mismo. Poco a poco se fue convirtiendo en un juego. Una especie de duelo de miradas, a ver cuál disparaba más rápido sin ser descubierto. Yo había visto demasiadas películas de John Wayne para perder aquella batalla y continuamente la hacía desviar sus ojos de los míos, haciéndola aceptar su derrota. Llegó un momento en que ella me sonreía cada vez que perdía y se removía un poco en su asiento, jugueteando. Yo me mantuve sereno y seguí bebiendo el café de mi taza como si la cosa no fuera conmigo, pero sin perder nunca el ritmo en el silencioso tiroteo.

Había llegado la hora de actuar, de aprovecharse de la debilidad moral del contrincante. Me levanté sin acordarme del estampado negro de mi camisa y fui directo a ella. El corazón me latía cada vez más rápido y era como si toda la sangre se estuviera acumulando en el interior de mi cara.

-Hola ,¿qué tal?

-Hola- contestó ella haciéndose la sorprendida.

-¿Nos conocemos de antes?

-Pues ahora mismo no caigo.

-¿Me puedo sentar aquí mientras lo discutimos?

-Claro.

Me senté en la otra silla, quedando justo en frente de ella. De cerca sus iris marrones eran como joyas detrás de unos párpados pequeños y de rasgos suaves. Le traía un cierto aire a la Zeta-Jones, aunque las gafas la hacían más intelectual que ésta. Sus senos apretujados en el jersey te permitían darle a la imaginación. Le pregunté el nombre y de dónde era. Me dijo que se llamaba Amalia y era de San Blas, un barrio donde yo había puesto mis pies en pocas ocasiones y evidentemente a ella jamás la había conocído. Mientras respondía a mi simpático interrogatorio la mano de la Zeta-Jones acudía de manera inconsciente al lóbulo de su oreja, acariciándolo. Aquello era un dato del lenguaje no verbal que rara vez producía confusión.

Pedí otro café con ginebra en mis nuevos aposentos. Continuamos charlando casi media hora y nos marchamos del bar. Fuera hacía un frío húmedo que se le metía a uno en el hueso hasta el tuétano.

Protegidos por el grosor de nuestros abrigos, caminamos en dirección a su casa. Me había ofrecido a acompañarla dada la cercanía de su barrio. En todo el trayecto fueron surgiendo temas como el trabajo y otros similares contenidos en mi particular categoría de “no te pilles los dedos”. Amalia sonreía con mis infantiles bromas y se mostraba muy accesible en todo momento. Algo me dijo que no me iría sin un regalito del portal de Amalia. Lo que nunca hubiera podido imaginar era que veinte minutos más tarde estaríamos batiéndonos en duelo entre las sábanas de su cama.

Tuvimos que rodear una enorme pista de fútbol donde un grupo de adolescentes demostraban sus cualidades físicas golpeando una pelota de cuero para poder acceder a su bloque de pisos. Estaba oculto detrás de un par de callejones. No había nadie por los alrededores. Sorprendentemente me preguntó si quería subir a quitarme los manchurrones de la camisa. Yo accedí encantado.

Subimos por las escaleras hasta la segunda planta. Ella se sacó un manojo de llaves y quitó el cerrojo de la puerta. Me invitó a que pasara al interior y me sentase mientras preparaba una palangana con agua caliente. Todo estaba muy oscuro, pero no me tomé la libertad de encender la luz. Abrí la primera puerta de la derecha, con una cristalera enmarcada en gruesa madera de color marrón oscuro, y me introduje en lo que parecía el comedor. Había un sofá y una mesa de cristal con muchos adornos de pequeño tamaño distribuidos por toda su superficie. Se asemejaba a un puesto de venta de figuras cerámicas. Aparté los cojines de colores y encajé mi trasero en la blanda colcha del sofá.

Ella llegó en seguida con una palangana llena de agua tibia y un par de toallas.

-¿Estás a oscuras? Enciende la luz, hombre.

-No sabía dónde estaba el interruptor y no quería romperte nada. Soy algo torpe- aduje sonriendo para dar mayor empaque a mi mentira. Ella también sonrió y encendió la luz. Ahora pude ver en detalle cada uno de los rasgos esculpidos en sus pequeñas figuras. Un ángel, un arquero, un perro, una pareja de ranas y muchos más.

Amalia se sentó a mi lado y comenzó a pasar por mi pecho la punta mojada de una de las toallas. Yo dudaba que aquello fuera suficiente para hacer desaparecer la tinta, pero ella me dijo que sí. A mí me daba igual si se iban o permanecían para siempre. Mi pecho y mi cara competían por llamar la atención de sus preciosos ojos marrones. Me pegué un poco a su cuerpo. Su mano no cesaba de dibujar círculos encima de camisa. Me empezaba a excitar. Ella también y lo demostraba relamiéndose los labios rojos de vez en cuando. En el comedor dominaba una jauría de silencio. Era un silencio en el que estallaban como potentes cohetes tensiones sexuales no resueltas. Mi boca fue a la caza de la suya, deteniéndose unos segundos en los que cruzamos nuestras miradas antes de atacar. Nos besamos suavemente. Yo atrapé su cadera en mi brazo y la apretujé contra mí. Quería sentir su calor. Amalia liberó su mano de la toalla y me abrazó. La pasión del encuentro fue subiendo gradualmente, igual que la temperatura de nuestros cuerpos.

Se echó un poco hacia atrás y se despojó del engorroso jersey. No llevaba debajo nada más que un sujetador negro el cual apenas podía contener el empuje de sus portentosas tetas. Yo me desprendí de mi camisa y me tiré a devorarlas como en celo mientras mis juguetones dedos estudiaban por detrás el mecanismo de cierre de aquel maldito sujetador. Finalmente cedió y sus senos se relajaron encima de su pecho, aumentando de tamaño igual que dos pasteles al fuego. Mi lengua acarició sus pezones erectos encima de las blandas colinas cubiertas de piel aterciopelada.

Fui llevándola debajo de mí poco a poco. Mi miembro ya presionaba la bragueta, avisándome de que ya había cumplido suficiente tiempo de condena. Ella tendida debajo de mí, yo de rodillas, nos desabotonamos los pantalones el uno al otro. Mis calzoncillos se habían transformado en una especie de proa. Amalia abrió sus piernas liberando la entrada a su coño, que gritaba al otro lado de sus finas bragas azules. Las quité de un tirón y dejé que mi preso disfrutara de un poco de libertad. Parecía una especie de raro fruto en peligro de extinción. La electricidad poseía todo mi ser. A pesar de las muchas penurias pasadas en la cárcel y el tiempo sin trabajar, me demostró que aún conservaba sus destrezas. Ella doblaba su cuerpo con cada una de mis salvajes acometidas, estirando el cuello y dejando caer su melena negra. No conocía imagen más bella que la de una mujer hermosa siendo sometida.

Se corrió con la boca abierta, mordiendo con los incisivos su labio inferior. Yo estallé en un orgasmo algo después, cuando Amalia ya disfrutaba de la agradable vuelta al estado de normalidad.

Nos quedamos abrazados en su comedor, regalándonos besos y caricias

( Emile Zola )

1 comentario:

  1. Avena dijo...
    Me ha gustado, sobre todo el detalle en la descripción de las situaciones y del personaje. Lectura amena, aunque quizás le falta un poco de fuerza argumental ..pero me ha encantado¡Ánimo y sigue escribiendo!

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